miércoles, 5 de marzo de 2014

Severo artículo de Julián Silva:

Torquemada fue el monstruo más grande que parió la fe cristiana desde la muerte de Jesucristo. Él solo, a la cabeza de la Santa Inquisición, quemó, desmembró, decapitó y ahogó a más de cien mil hombres, mujeres y niños en nombre de la iglesia Cristiana. Mi primo Iván quería convertirse en sacerdote como Torquemada. La abuela Leonor estaba fascinada con la idea. El abuelo Bracca temía lo que el fanatismo de su esposa pudiera hacer con la cabeza impresionable del muchacho. No había olvidado la revolución instigada por el sacerdote Simón Alcibíades en mil ochocientos cincuenta y siete, una de las más sangrientas de mi país, convertida luego en guerra y después en masacre por aquellos que blandieron la espada roja de la venganza institucional. En la misa de cierto domingo, desde el púlpito de la iglesia, el sacerdote Alcibíades instó una multitud, de por sí borracha de aguardiente e ignorancia, a enfrentar con el mismo Dios vengativo del antiguo testamento al grupo de inmigrantes protestantes que se reunían en el club social a jugar a las cartas y hacer negocios. La mayoría de ellos venía de Alemania e Inglaterra. Tenían el dinero de la quina, el caucho y el mimbre que exportaban a sus países de nacimiento. Los extranjeros vivían con libertades que los nativos no conocían. Tenían fiestas en donde tocaban el piano, celebraban orgías y bailaban música estridente hasta la tarde del día siguiente. Pero en este lado del mundo la religión comandó la mente y corazón de presidentes, militares y populacho en general. El temor a un Dios vengativo e implacable lo heredamos de la España oscurantista de mil cuatrocientos noventa y dos. Gente como Simón Alcibíades acució a los

héroes furiosos de la patria desde mil ochocientos diez a despanzurrar campesinos por lo alto y ancho del continente.

Aquel domingo de la segunda mitad del siglo diecinueve, desde el púlpito de la iglesia, el sacerdote Simón Alcibíades habló del pecado, la moralidad y degeneración de los invasores extranjeros. Habló de la salvajada de los cruzados, pero se refirió a los árabes y no a los verdaderos invasores que fueron los franceses. Mencionó también la incursión de los musulmanes a España y a casi todo el continente desde el siglo octavo después de Cristo. Decía todas éstas para despertar al demonio que llevamos todos por dentro, polvorín siempre a punto de reventar desde el principio de los tiempos, y ellos, carne de cañón sin nombre, gritaban y eructaban y esperaban salir pronto de allí para inundarse la jeta con guarapo y aguardiente e ir al club social de los extranjeros y enseñarles lo que era la verdadera furia redentora de Cristo.

No se escuchaba una gritería semejante desde la última de las independencias en el año diecinueve. Alegría homicida se respiraba en el aire. Las mujeres colgaban rosarios en el cuello de sus maridos para santificar la retaliación que pronto consumarían. El Diablo andaba suelto en las calles. Olía a cebolla, carne frita, azufre y asesinato. Los niños gritaban felices detrás de los verdugos. La perruna hambrienta ladraba desde sus flacos vientres y los agentes del orden se escondían donde no pudieran encontrarlos.

El almacén de los hermanos Donatto cayó de primero. La turba le prendió candela con todo y hermanos y tres dependientes que trabajaban allí. Luego le siguió el club de los comerciantes, y entonces ambos bandos se dieron a la tarea de extinguirse con los hierros forajidos. El incendio del club se extendió hasta la armería del alemán Kropp y el mercado del nacional Ferreira. Un agitador con ínfulas políticas llamado Santa habló en nombre de los campesinos y se adjudicó la tarea de liderarlos. De repente la cuestión se hizo política y el partido de la iglesia y el de los liberales repartió armas de fuego y machetas y la guerra dio inicio. Cuando hay guerra puedes descabezar a tu rival sin que la justicia te lleve preso.

Las elecciones presidenciales se acercaban y con ello la oportunidad de aclarar cuentas con el más duro oponente. Así fue como la revuelta llegó a otras ciudades, y luego a la capital, y entonces el ejército tomó partido y el presidente ordenó cese al fuego y alguien le disparó y por poco le dan en la cara. Se declaró la guerra a la mitad del territorio nacional y la otra mitad respondió con plomo, llanto y sangre.


A esta revuelta se le llamó La guerra de los dos años porque al final se convirtió en más que una revuelta y duró poco más de setecientos días. El partido de la iglesia ganó y la mayoría de los extranjeros regresaron a su país de origen. El sacerdote Simón Alcibíades alcanzó el obispado y murió en una cama caliente a la edad de ciento tres años.

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