Severo artículo de Julián Silva:
Torquemada fue el monstruo más grande que
parió la fe cristiana desde la muerte de Jesucristo. Él solo, a la cabeza de la
Santa Inquisición, quemó, desmembró, decapitó y ahogó a más de cien mil
hombres, mujeres y niños en nombre de la iglesia Cristiana. Mi primo Iván
quería convertirse en sacerdote como Torquemada. La abuela Leonor estaba
fascinada con la idea. El abuelo Bracca temía lo que el fanatismo de su esposa
pudiera hacer con la cabeza impresionable del muchacho. No había olvidado la
revolución instigada por el sacerdote Simón Alcibíades en mil ochocientos
cincuenta y siete, una de las más sangrientas de mi país, convertida luego en
guerra y después en masacre por aquellos que blandieron la espada roja de la
venganza institucional. En la misa de cierto domingo, desde el púlpito de la
iglesia, el sacerdote Alcibíades instó una multitud, de por sí borracha de
aguardiente e ignorancia, a enfrentar con el mismo Dios vengativo del antiguo
testamento al grupo de inmigrantes protestantes que se reunían en el club
social a jugar a las cartas y hacer negocios. La mayoría de ellos venía de
Alemania e Inglaterra. Tenían el dinero de la quina, el caucho y el mimbre que
exportaban a sus países de nacimiento. Los extranjeros vivían con libertades
que los nativos no conocían. Tenían fiestas en donde tocaban el piano,
celebraban orgías y bailaban música estridente hasta la tarde del día
siguiente. Pero en este lado del mundo la religión comandó la mente y corazón
de presidentes, militares y populacho en general. El temor a un Dios vengativo
e implacable lo heredamos de la España oscurantista de mil cuatrocientos
noventa y dos. Gente como Simón Alcibíades acució a los
héroes furiosos de la patria desde mil
ochocientos diez a despanzurrar campesinos por lo alto y ancho del continente.
Aquel domingo de la segunda mitad del
siglo diecinueve, desde el púlpito de la iglesia, el sacerdote Simón Alcibíades
habló del pecado, la moralidad y degeneración de los invasores extranjeros.
Habló de la salvajada de los cruzados, pero se refirió a los árabes y no a los
verdaderos invasores que fueron los franceses. Mencionó también la incursión de
los musulmanes a España y a casi todo el continente desde el siglo octavo
después de Cristo. Decía todas éstas para despertar al demonio que llevamos
todos por dentro, polvorín siempre a punto de reventar desde el principio de
los tiempos, y ellos, carne de cañón sin nombre, gritaban y eructaban y
esperaban salir pronto de allí para inundarse la jeta con guarapo y aguardiente
e ir al club social de los extranjeros y enseñarles lo que era la verdadera
furia redentora de Cristo.
No se escuchaba una gritería semejante
desde la última de las independencias en el año diecinueve. Alegría homicida se
respiraba en el aire. Las mujeres colgaban rosarios en el cuello de sus maridos
para santificar la retaliación que pronto consumarían. El Diablo andaba suelto
en las calles. Olía a cebolla, carne frita, azufre y asesinato. Los niños
gritaban felices detrás de los verdugos. La perruna hambrienta ladraba desde
sus flacos vientres y los agentes del orden se escondían donde no pudieran
encontrarlos.
El almacén de los hermanos Donatto cayó de
primero. La turba le prendió candela con todo y hermanos y tres dependientes
que trabajaban allí. Luego le siguió el club de los comerciantes, y entonces
ambos bandos se dieron a la tarea de extinguirse con los hierros forajidos. El
incendio del club se extendió hasta la armería del alemán Kropp y el mercado
del nacional Ferreira. Un agitador con ínfulas políticas llamado Santa habló en
nombre de los campesinos y se adjudicó la tarea de liderarlos. De repente la
cuestión se hizo política y el partido de la iglesia y el de los liberales
repartió armas de fuego y machetas y la guerra dio inicio. Cuando hay guerra
puedes descabezar a tu rival sin que la justicia te lleve preso.
Las elecciones presidenciales se acercaban
y con ello la oportunidad de aclarar cuentas con el más duro oponente. Así fue
como la revuelta llegó a otras ciudades, y luego a la capital, y entonces el
ejército tomó partido y el presidente ordenó cese al fuego y alguien le disparó
y por poco le dan en la cara. Se declaró la guerra a la mitad del territorio
nacional y la otra mitad respondió con plomo, llanto y sangre.
A esta revuelta se le llamó La guerra de
los dos años porque al final se convirtió en más que una revuelta y duró poco
más de setecientos días. El partido de la iglesia ganó y la mayoría de los
extranjeros regresaron a su país de origen. El sacerdote Simón Alcibíades
alcanzó el obispado y murió en una cama caliente a la edad de ciento tres años.
Fuente: Editorial Zinú
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